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Entre el placer y el cabreo en el arte de la traducción

por Elsa Veiga
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Galdós tradujo a Dickens en una decepcionante versión. Blasco Ibáñez llegó a plagiar traducciones de Shakespeare. Los hay que se saltaron, en su tarea traductora, páginas de una novela cuya versión completa nos ha llegado hace bien poco. Y todos ellos, según Eduardo Mendoza, están aquejados por un mal común, el malhumor que invade a los traductores. No hace tantos años que han llegado las buenas traducciones de autores españoles que han dado su voz a autores ingleses a los que siempre habían admirado o a través de cuya obra surgió, quién sabe, su propia inspiración.

Decía Eduardo Mendoza que “el descontento es la característica más común entre los traductores. De hecho, es la profesión con el porcentaje más elevado de malhumorados”. Y añadía que “una traducción sólo puede empeorar el original”. No sé si será cierto, pero sí podemos asegurar que traducir, a pesar de la generalizada creencia de que se trata únicamente de trasladar las mismas ideas a otra lengua, es una tarea ardua cuya complejidad llega trabajando, cuando ya no hay forma de volver atrás.

Imaginen que están inmersos en una traducción, en la de una gran obra por todos admirada y más de una vez traducida, y se encuentran con que faltan páginas únicas por traducir, y que, de hacerse, la obra se convertiría en algo mucho mejor. La tarea  del traductor, en este caso, es también la investigación y la búsqueda. Ha de estar alerta ante cualquier cambio, versión, ausencia o modificación del texto. No es extraño que a uno se le tuerza el buen ánimo cuando intenta encontrar la palabra, la expresión adecuada que diga casi lo mismo que dijo otro en otra lengua, y en ocasiones –la mayoría– mucho mejor dicho. El reto parece insoportable, así que creo entender el comentario de Mendoza para el traductor de obras literarias.

Sé que leo traducciones de autores que me gustan escribiendo en español, su lengua primera, con la certeza de que me gustarán también estas otras obras apropiadas, y con la sensación de que en parte la obra traducida es también suya, una más que añadir a su lista de obras escritas.

Muchos de los grandes autores que conocemos han traducido a aquellos a los que admiraban, les han dado su expresión y no lo han tenido nada fácil. En más de una ocasión han fracasado o no han alcanzado lo que buscaban, bien porque cuando iniciaron la tarea de traducir eran jóvenes y aún no habían adquirido la destreza que los habría de llevar años después a las más altas cumbres de la literatura con, ahí sí, sus propias palabras, o bien porque no era ni fue nunca lo suyo ponerle voz a lo que otros expresaron de un modo sublime.

Galdós tradujo espantosamente a Dickens en Los papeles de Picwick a pesar de la admiración que le profesaba. Hubo, dicen, varios motivos que llevaron a la mala traducción. El principal, la inexperiencia del autor canario, muy joven entonces y poco avezado en la lengua inglesa. La traducción de Cortázar de Robinson Crusoe no fue mala pero obvió gran parte del texto original, pues así le llegó, no sabemos si en francés, por lo que la obra se quedó en la novela de aventuras por la que todos la conocemos y no en la gran novela inglesa cuyo mensaje y reflexiones están más cerca de la filosofía y el pensamiento que de la novela de aventuras como se la conoce comúnmente. Y Blasco Ibáñez, según hemos sabido no hace mucho, plagió parte de la traducción de las obras de Shakespeare que se atribuía.

Con este panorama, podría decirse entonces que muchas de las grandes obras de la literatura inglesa han empezado a traducirse bien y honestamente hasta hace relativamente pocos años. Claro está que con el paso del tiempo el lenguaje cambia y quizá algunas de las mejores traducciones resulten anticuadas en nuestros días y haya que rehacerlas, aunque el verdadero motivo de que cada determinado tiempo se editen nuevas traducciones de obras clásicas se debe a que estas quedan libres de derechos. Es entonces cuando podemos hincarle el diente, de nuevo, al texto clásico que ansiábamos libre. Editores y traductores se afanan por encontrar esa gran obra que, relanzada, resulte un éxito. Nuevas cubiertas, nuevos prólogos, nuevos traductores. A los desconocidos profesionales encargados de dar voz en el nuevo idioma a un texto de otro se les unen, en algunos casos, los autores profesionales que quieren traducir. El nombre del traductor ocupa ya un lugar merecido en la portada junto al del autor.

De los primeros autores que me vienen a la mente cuando pienso en el autor- traductor aparece, en primer lugar, Javier Marías. Siempre es un placer leerlo como narrador, pero es único como traductor. Su traducción de Tristram Shandy es una joya, una delicadeza exquisita que lleva a lo más alto al ya encumbrado clásico en su idioma original. Con él recibió, en 1979, el Premio Nacional de Traducción. Dio su voz también a Conrad (El espejo del mar), a Thomas Hardy (El brazo marchito y otros relatos), a Robert Louis Stevenson (De vuelta del mar), El crepúsculo celta de Yeats –que recomiendo especialmente– y a Sir Thomas Browne, entre otros. Y él mismo considera estas traducciones tan suyas como sus propias novelas por lo que tienen de él respecto al original. Sus primeros libros poseen mucho de sus autores favoritos, aunque estén cargadas ya de un estilo peculiar que lo identifica y lo hace inconfundible y por el que le han acusado desde estas tierras peninsulares de escritor anglófilo, con todo el desprecio, cuando creo que es un halago.

En ocasiones, la profesión de sus personajes está directamente relacionada con la traducción o la interpretación de los gestos y las palabras de otros, como el traductor protagonista de Corazón tan blanco. En un momento de esta novela, leemos que “no existe lo que no se dice. Y es verdad que solo lo que no se dice ni expresa es lo que no traducimos nunca”. Estas palabras me llevan a otras de Muñoz Molina sobre la traducción: “Aprender sobre los límites de lo que puede ser traducido lo hace a uno más consciente de que también hay límites a lo que las palabras mismas pueden decir”.

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Laurence Sterne / Robinson Crusoe

¿Qué hay de Laurence Sterne en la obra de Marías? ¿Qué de Fitzgerald en la de Juan Benet, que tradujo del primero A este lado del paraíso? Poco de Dickens en Galdós, al menos que apreciemos, pero mucho de Galdós en Dickens. Del Galdós que era con esos pocos veintitantos años que lo llevaron a la pretensión de querer plasmar de un modo brillante la gran obra de su admirado autor inglés.

Cada época tiene unas palabras para traducir, por ello hay diferentes traducciones en distintas épocas para una misma obra. No parece extraño que suceda, ¿no? Que queramos renovar, adaptar determinados términos y expresiones que suenan decimonónicos y anticuados cuando se está traduciendo un texto del Siglo de Oro. No hace mucho reeditó la editorial Mondadori la obra completa de Shakespeare para intentar, precisamente, adaptar a un lenguaje más actual al escritor inglés, traerlo a nuestro siglo de modo que sin perder el ritmo y la prosa original pudiéramos entender mejor los recovecos de un obra tan rica en matices, en vericuetos lingüísticos.

Quizá la respuesta a qué hay de aquellos autores en estos esté en algo similar a lo que comentaba Marías a propósito de la influencia de determinados autores en sus primeros libros, ese poso imitativo que muestra sus influencias y su fascinación por un autor “fuente” del que bebe y al que emula casi sin querer en cuanto escribe. Puede haber algo de esto mismo pero a la inversa en la traducción que el autor hace de una obra, donde deja ya algo de su estilo aprendido, inevitable, que lo delata en algún punto. No tengo dudas al respecto. Sé que leo traducciones de autores que me gustan escribiendo en español, su lengua primera, con la certeza de que me gustarán también estas otras obras apropiadas, y con la sensación de que en parte la obra traducida es también suya, una más que añadir a su lista de obras escritas.

No hay inocencia en la traducción, como no la hay en la creación de ningún tipo. Uno está transformando, diciendo por primera vez –cree el traductor, así ha de hacerlo-, explicando las palabras de otro. De esta manera trabajan los creadores, no nos asombremos de que en el resultado encontremos obras geniales, mucho mejores a veces que el texto del que partieron.

Los escritores reinventan el mundo cuando escriben, vuelven a decir de otro modo las cosas que a todos nos conmueven, analizan sentimientos universales, describen situaciones en las que nos hemos encontrado alguna vez y, por ende, trasladan su visión del mundo a esas traducciones en las que no son herramientas inocentes trabajando con objetividad. En primer lugar porque son humanos y no un programa de ordenador encargado de saber equis número de palabras y cómo decirlas en otra lengua. Y en segundo lugar porque en ningún caso son inocentes. No hay inocencia en la traducción, como no la hay en la creación de ningún tipo. Uno está transformando, diciendo por primera vez –cree el traductor, así ha de hacerlo-, explicando las palabras de otro. De esta manera trabajan los creadores, no nos asombremos de que en el resultado encontremos obras geniales, mucho mejores a veces que el texto del que partieron.

¿A quién admiramos cuando leemos los cuentos de Poe, a Poe mismo o a Cortázar?  Creo que en parte leemos –y compramos– las traducciones de un autor conocido por el morbo que nos provoca encontrárnoslo en alguna frase traducida de la obra de otro grande, oculto entre las letras. El placer de la traducción se encuentra, en gran medida, en este punto, y creo que aunque aprendiera perfectamente a leer en inglés y a apreciar en el original el talento de un autor, no dejaría de leer la traducción de un escritor español querido que se atreviera a acometer la tarea de enfrentarse, cabreado, a la dificultad de traducir las Cartas de lord Byron (como lo hizo Mendoza) o el Robinson Crusoe ampliado –completo, sin la ausencia de páginas de la edición de Cortázar de 1944– de Enrique De Hériz. Sólo con que un poco de ellos hubiera quedado en el clásico me daría por satisfecha. Y siempre queda, prueben si no.

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