London Dramas III: Babosas

Otro capítulo más de los fantásticos London Dramas de Ambar Fogué de Madre. Ilustraciones © Thais Forján

Ayer noche me enamoré, pero no quiero hablar de ello con nadie, porque éste es uno más de mis tontos enamoramientos secretos. La persona que ayer deseé nunca lo sabrá y nunca me deseará.  Todo empezó cuando me quemé el pulgar de la mano derecha con agua hirviendo. Tanto la quemadura, como mis sentimientos, nacieron de mi descuidada naturaleza. Emile era el único que tenía vendas en casa y acordamos que, al acabar nuestro turno, iríamos a por ellas.

Salimos a medianoche. Él hizo todo el camino en bicicleta, pedaleando despacio, y yo, a pie, tratando de seguir su ritmo. De camino, justo cuando pasamos por delante de la Iglesia presbiteriana de Kensal Rise, pregunté “En qué piensa un chico de 18 años?. Yo ya no recuerdo bien cuáles eran mis quimeras a tu edad.” Emile no respondió de inmediato. Es un joven cauteloso.

-No sé que significa quimera, pero si es algo así como una preocupación… creo que pienso en una chica… eso es en lo que hombres y mujeres piensan, siempre, independientemente de su edad. Pero los sentimientos van y vienen, así que no sé.

-Nada es permanente, supongo, o eso me dijo hace unos días mi landlady– dije yo-. Tiene 72 años y me tomo sus opiniones como sentencias. Así que no te preocupes demasiado.

Emile no dijo nada, así que caminamos en silencio. Finalmente abrió su bonita boca a la altura del cine Lexi, uno de mis templos londinenses.

-No deberías creer a pies juntillas lo que te dicen. Tu vida y la de esa mujer probablemente no tienen nada en común, excepto vuestra dirección postal, así que lo que para ella es arroz blanco, para ti puede ser una pinta de Stella.

Aquel chico no dejaba de tener cierta razón.

-Yo tiendo a creer en ciertas verdades universales y creo que nada es permanente, aunque si he de ser franca, no me hace feliz pensarlo.

© Thais Forján

Llegamos a su casa. Emile vive en una típica casa victoriana. Escaleras en todos lados. La cocina en la segunda planta, junto a su cuarto. ¿Quién diablos sitúa una cocina ahí arriba? Mi mente española no le encuentra ningún sentido. Reímos un rato ante las diferencias arquitectónicas entre su país y el mío, pero tuvimos que hacerlo comedidamente ya que sus padres dormían en el cuarto de al lado y no queríamos despertarlos.Ya en su habitación escuchamos música. Emile tocó la guitarra y el ukelele. Me sentí afortunada por haber encontrado un entretenimiento a mi medida. Eso debe ser algo parecido al amor. Que alguien se tome la molestia de hacerte pasar un buen rato para que olvides tus quemaduras. Sí, eso fue algo parecido a lo que debe hacer la gente que se quiere de verdad. Fue algo claramente temporal, pero honesto. Yo por mi parte, le deleité con esa estúpida canción que inventé hace unos años, una sobre un gato que no tiene personalidad. Hablamos de tecnología y pronto quedo claro que no sé absolutamente nada de ordenadores. A Emile no pareció importarle demasiado. Creo que eso también me hizo pensar en el amor. Dijo que le sorprende el funcionamiento de mi mente. Según Emile encuentro siempre cierta belleza en las cosas y personas más triviales que nos rodean. Aquel comentario me hizo sonrojar, pero creo que él no lo notó. Leyó Baudelaire en voz alta en un francés admirable. Su poema preferido es L’enemie y no dudó en compartirlo conmigo, que no podía dejar de observarle mientras leía, como imagino que los turistas miran el London Eye.

Tarde ya, me acompañó hasta la puerta de casa “Quiero ver dónde vives” dijo. Nos tomó únicamente cinco minutos, ya que somos vecinos y nos ha llevado cinco meses descubrirlo. Estas cosas sólo suceden en Londres. Lo sé. Por el camino hablamos de las babosas y del rastro que dejan en el suelo por donde se arrastran. Había estado lloviendo y veíamos muchas por el suelo. Emile tenía ganas de hablar, de hablar conmigo. Es un chico peculiar. Le gustan las matemáticas y las cosas y personas que puede decodificar. Es decir, le gusta en la gente lo mismo que en el álgebra: resolver el problema que entraña. Me pregunto si es tan inteligente como parece. De serlo, tal vez supo lo que me pasaba por la cabeza, cuando le miraba la boca. Miré en aquella dirección muchas veces. Me gustaba como, al hablar, podía verle la punta, húmeda, de la lengua. Emile no es egoísta pero sí arrogante. Le hace feliz compartir comida con la gente “La expresión de felicidad que inunda la cara de una persona que saborea un buen roast beef es incomparable. A mi me gusta ser la persona que ofrece el trozo de carne”.

Una vez frente a mi puerta y antes de irse -corriendo- respondió finalmente a la pregunta que le había formulado a las ocho de la tarde de ayer, frente al lavavajillas del pub donde trabajamos “Sí que me han llamado gordo, mi madre lo hace continuamente. ¿Por qué me lo has preguntado antes?” “Pues… porque hoy me han llamado gorda a mí y me he puesto triste”, respondí yo. Nos miramos y convenimos que ninguno está muy gordo y que además lo disimulamos muy bien. 

La siguiente cosa que vi ayer noche fue la espalda de Emile, un niño asombroso de 18 años, corriendo -CORRIENDO- camino de vuelta a casa. Antes de dormirme pensé en el rastro que dejan las babosas allá por donde pasan. Esa línea húmeda, oscura, brillante, pegajosa, temporal y casi transparente.  Me pregunto si un día pensaré en las huellas que Emile dejó esa noche, en las aceras que conducían a mi casa.

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Ilustraciones © Thais Forján

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