De noche suelo pensar estupideces. A veces son tan ridículas que no puedo contener las carcajadas. Esto es serio, estoy majara. Vivo en Londres así pues duermo en esta ciudad. En una cama doble, demasiado doble, tanto que presta a confusión. Especialmente a mí. Anoche por ejemplo saludé a ese alguien que no estaba allí y que sin embargo podría haberlo hecho. Hello my love- dije.
Me puse el pijama y una vez bajo el duvet – hablar de mantas sería una inconcreción- sentí la necesidad de escuchar un llanto ajeno. Me concentré, es decir, cerré los ojos, apreté los puños y desee con todas mis fuerzas percibir un lamento, sollozo o quejido. Pensé en África, allí, dicen, siempre hay gente triste. Quiero sentir su dolor, pensé. Pero en lugar de conectar con un niño triste y sus moscas, me vinieron a la cabeza las caras –blancas- de los asistentes a la conferencia sobre procesos democráticos en África a la que acudí la semana anterior en Goodge Street.

© Ana Inés Jabarés Pita
¿Por qué no lloras tú? Pregunté a la mitad vacía de mi cama doble.
Al día siguiente, como también el anterior, regresé a casa en autobús. Vi un perro roto en medio de Oxford Street. Pude ver su hocico entre aquel pudding de pelo y tripa. Llora ahora, pensé. Pero no hubo manera. No es que no tuviera ganas, era más bien una cuestión práctica. Nadie iba a consolarme y esa atroz sensación iba a convertir la muerte del perro en algo nimio. No quise robarle protagonismo.
Esa noche volví a pensar estupideces. Recordé las manos de mi mejor amigo, bueno, mi mejor amigo en el pasado. Esa persona solía apagar colillas con ahínco. Las aplastaba contra el culo del cenicero como el coche hundió aquel pobre diablo en el asfalto. Colillas y perros, finales semejantes. Hay algo que todavía me conforta: la tristeza no acobarda mi visión poética ni mi sentido del humor, por anodinos que sean los dos.
Sigo pensando en mí, continuamente en mí. Es una enfermedad y yo la llamo Soledad. Ojala deviniera epidemia.

© Ana Inés Jabarés Pita
Bueno, pues, me hubiera ido a Argelia con él. Hablo del chico que me preparó el cappucino. Fue la única persona que me permitió llorar aquel día. Me pregunto si alguien me entiende.
Ya es de noche y estoy en la cama. Pienso “Qué es más humillante, ¿no atreverse a llorar porqué no hay nadie que vaya a consolarte o llorar porque tu jefa te ridiculice? No me respondo, no es necesario.

© Ana Inés Jabarés Pita
Sigue siendo de noche y aquí estoy, en mi cama doble. Lo que de verdad me entristece son las chicas inglesas que visten trajes de verano cuando aquí hace un frío del diablo. Ellas sí que sufren, pienso. Es tan espeluznante como creerse sensible cuando únicamente eres débil.
No sé que hago en esta ciudad. Quisiera estar muerta pero sin estarlo. Supongo que si pudiera decidir mi futuro próximo desearía jugar a “cuba” por un tiempo largo, como hacíamos en el patio del colegio.
De noche suelo pensar estupideces. A veces son tan ridículas que no puedo contener las carcajadas. Esto es serio, estoy majara.